Yo no soy de Madrid y no tenía ni idea en donde estaba el cementerio de San Isidro. Cuando por fin lo hemos encontrado, he dejado a mi mujer en la puerta con sus familiares que esperaban al féretro que se acercaba con solemnidad fúnebre desde el tanatorio y yo he tratado de aparcar.
Para cuando he vuelto a la puerta del cementerio, después de un rápido paseo contemplando la extraña belleza del perfil insólito para mí de esta ciudad africana, ya no había nadie, así que me he adentrado en el laberinto sin ayuda de ningún virgilio. Y me he perdido.
He circulado en extraños zigzags entre tumbas y panteones que despliegan el nombre familiar como última defensa frente al olvido, algunos incluso recordando que ese agujero es propiedad de XXXX. Supongo que ese señor XXXX igual tenía esperanzas de que sus deudos pudieran negociar con esa parcelita.
Pero la cosa no es de broma, más bien da miedo. En un mediodía espléndido de este otoño madrileño los colores, el skyline y la reverberación del aire te llevan a un mundo onírico próximo a la atmósfera de los suburbios cinematográficos como los de Eduardo Manostijeras o Mujeres Deseperadas, un mundo sospechoso de superchería o impostura como era el caso de El Show de Truman .
Es como si el mundo fuera una simple puesta en escena y la realidad estuviera ahí…..bajo tierra.
Y así comienza un otoño que veo como el comienzo de la vuelta a esa realidad soterrada e imposible de sublimar. Tías muertas, el nido vacío, madres mayores que sufren accidentes, hermanas septuagenarias sin interés por seguir engañándose después de una operación y jóvenes colegas que no querían irse y son arrebatados.
Cómo será, Dios mio, el próximo invierno. .