El espíritu de la transición consistía en la determinación de salir del caos de fuerzas contrapuestas que pespunteban los extraños y voluntariosos movimientos de aquel final de los años sesenta.
Desde el ya para entonces antiguo contubernio de Munich, el primer intento concertado de preparar el futuro político de un país que se encontraba perplejo, hasta la famosa reconciliación que preconizaba el Partido Comunista en el exilio, pasando por por la Ley de asociaciones del pobre Arias con su espíritu del 12 de febrero o el nombramiento del heredero a título de Rey y los acuerdos que se iban alcanzando entre distintas fuerzas polí ticas en el exilio, todo conspiraba a cambiar un régimen anquilosado aunque la discusión soterrada estaba entre la ruptura o la reforma. Ya sabemos que opción fue la ganadora, gracias seguramente a lo que seguimos llamando el espíritu de la transición.
No hay que confundir, sin embargo, ese espíritu con las instituciones en las que se plasmó la determinación de salir con bien de lo que se podí a haber convertido en un marasmo. Algunas de esas instituciones hacen ya aguas o, aun sin hacerlas todavía, se empiezan a poner en entredicho de manera más o menos seria. Pensemos en la ley electoral, en la organización territorial o en la forma de Estado y , desde luego, en el Tribunal Costitucional, para no mencionar la parte económica de una constitución que no deslumbra a nadie que se acerque a ella como economista.
El caso del Tribunal Constitucional ofrece un ejemplo prí stino de cómo es imposible construir instituciones a prueba de cualquier avatar. Era en efecto este Tribunal Constitucional la pieza de (presunto) cierre de todo el edificio constitucional. El contenido preciso de la Constitución podrí a variar, pero siempre dentro de la interpretación de este Tribunal que constituye, a pesar de las reticencias del Supremo, la cúspide del poder judicial. Por mor de esta constucción intelectual parecería que no hay nada externo a la Constitución y que ésta puede vivir como una burbuja inexplotable que a nadie debe su vigencia o su perdurabilidad:una concepción muy formalista , poco realista y, arguyo, nada acorde con el espí ritu de la transición que la alumbró.
Creo que en la España de hoy casi todos preferirí amos mantener las instituciones si el modificarlas matara el espíritu que les dio su aliento. Pero esta es una respuesta a una pregunta tramposa ya que ¿porqué debería ser el caso que modificar las instituciones acabara con su espíritu?
El Tribunal Constitucional no funciona. En general porque se acude a él para pequeñeces para las que no estaba diseñado y de esta manera se obstaculiza su funcionamiento normal y se acumulan los asuntos pendientes generando sospechas de porqué razones extrañas algunos de estos asuntos se demoran más de lo deseable. En particular porque su captura está en juego. Capturar a este tibunal representa, dentro del diseño al que he hecho referencia, controlar la pieza clave y ser el dueño de la situación.
El espectáculo al que asistimos atónitos nos hace pensar, a mi desde luego pero creo que no solamente a mí, que las instituciones de la transición han acabado su recorrido y que hay que vover al espíritu de la transición si queremos reavivarlas o sustituirlas por otras mejor diseñadas.
Pero si este deseo piadoso ha de tener éxito hay que aceptar que el espíritu al que apelamos prohibe la absolutización de ninguna institución. Toda la doctrina constitucional deberí a ser contingente y relativa, dentro de un orden razonable y de un horizonte temporal no apresurado. La relatividad es absoluta y no hay fintas que esquiven este hecho. Solo hay maneras civilizadas de vivir con ella como, por ejemplo, el famosos espí ritu de la transición. Pero absolutivizarlo serí a suicidarlo.