Llegamos ayer por la tarde y llovía exactamente sobre nuestro pueblito, solo sobre nuestro pequeño y bello Foixí . Pero hoy a las 8 de la mañana la belleza ya no se oculta y despliega todos sus recursos para asombrar al que hasta aquí llega.
Salgo desnudo al balcón de mi habitación y me planto frente a un espectáculo desbordante. Si giro el cuello hacia la derecha veo parte del pueblo, la parte que no me tapa el lladoner que crece al lado del pozo y que ciega la vista del Castell. Allí está el viejo estanco solo frecuentado por los cazadores cuando se abre la veda, la torrecita de la Iglesia con su veleta y parte del Can Quell, si no el mejor restaurante del mundo, sí el mejor de mi mundo.
Si miro de frente veo desde el cabo San Sebastián hasta las Medas con un mar que reverbera a su alredeor, allá por El Estartit. Recuerdo, no sé porqué San Luis Obispo, justo al norte de Los Angeles.
Y si ahora deslizo mi mirada más hacia mi izquerda pierdo el aliento ante la belleza en estado puro. De la Scala hata el Cap de Creus, se vislumbra la bahía de Roses, con el Bulli intuído en la escondida Cala Montjoi. Y entre mi observatorio y ese intuído mar resplandeciente se extiende un terreno turbador por su hermosura, una plana de hierba y árboles con toques de tierra amarillenta ante la que palidecería la Toscana.
Solo cabe respirara hondo y cubrirse pudorosamente.
Con todo no es su belleza lo más importante de este lugar. Lo que me ancla aquí es su naturaleza de periferia, como me ocurre en Mundaca o Cádiz o la Sierra de Gata. Todos estos lugares están en el mar, que lejos de ser una barrera, es el punto de apoyo para la huída. El encanto brutal que su aparente dulzura esconde reside en su naturaleza de ser esquinas, constituir la periferia desde la que se ve todo y nadie te ve.
Un magnífico lugar para desvanecerse o hacerse invisible. Como el Dr Pasavento.