Supongo que todos conocemos esa extraña sensación de incompatibilidad de carácter con una persona concreta que nos saca de las casillas por cualquiera de sus rasgos. En el caso que estoy relatando se trata del frutero del super en donde hago la compra los sábados al mediodía.
Se trata del frutero mayor, alguien que domina a sus ayudantes y los humilla a voz en grito y ¡qué voz tan desagradable, dios mío! Alguien que se explaya en explicaciones de porqué los plátanos se debieran comprar verdes o porqué esta semana en paticular hay que comprarlos maduritos. Alguien que no es capaz de tener en la cabeza el orden de los que hemos llegado a la frutería y discrimina arbitrariamente. Alguien, en fin, que me odia porque hago todo lo que puedo para ser atendiddo por uno de sus acólitos, un chico jóven que habla poco y sonríe mucho sin tratar de darte lecciones de horticultura o de cómo está el negocio esta semana de acuerdo con el clima.
Pero sobre todo es la voz, entre un clarinete desafinado y un cornetín de órdenes. Imposible de resistir aunque las señoras parecen ser buenas amigas suyas y algunos hombres parecen haberle cogido el punto.
Mi otoño es tan miserable que el sábado pasado mi pobreza interior, mi horroroso estado de ánimo me llevó a amigarme, o a tratar de hacerlo, fingiendo interés en la calidad de los kiwis. Quizá su otoño es también miserable pues me pareció que él tampoco quería continuar con la tensión de nuestra agresividad soterrada.
Así que hablamos y siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Uno menos, me decía de vuelta a casa. Un peso menos en el alma que parece esponjarse al menos temporalmente. Lo mismo que cuando en la mili gritabas tontamente depués de la bajada de bandera que ya te faltaba un día menos.