No me digan que no es un título «bien trouvé» para designar a la Torah, la Biblia y el Corán. Es el título genérico de la otra exposición de la Biblioteca Nacional de Francia a la que hacía referencia en un post anterior dedicado a sorprenderme por la nueva postura francesa ante Les Lumiéres.
Se trata en efecto de un posible juego de palabras. Los tres libros que fundamentan las tres grandes religiones monoteistas serían «libros de palabra» porque se puede confiar en ellos y esta confianza estaría basada en que se trata de tres libros que han sido inspirados por Dios, el único, en beneficio de los hombres: tres libros, por tanto, que(con)tienen la palabra divina.
Hace tiempo comenté sobre el peso del Libro. Me refería a estos tre libros inspirados o dictados por la divinidad y hacía notar el peso con el que nos han hecho cargar. En París hace unos días pensé que pretenden ser libros que intentan hacérsenos confiables y hoy pieso que son muestras de la búsqueda del poder descarnado.
La exposiciónnos hace ver que no son libros que hay que considerar en sí mismos: sino que en los tres casos vienen acompañados de otros «manuales» que no pretenden ser inspirados pero que son esenciales para ordenar la vida ordinaria de los creyentes. Una compñía esta que ya empieza a ser un poco sospechosa.
Pero lo más llamativo para mí fué caer en la cuenta de que no hay manera de encontrar el origen absoluto de su autoridad. No hay una Torah original, sino que el Pentateuco, que sería ese presunto origen, en realidad proviene de libros previos medio recordados, medio redescubiertos, medio inventados.
La consecuencia se me representó como obvia. Nada adquiere su legitimación diferencial por prioridad temporal, a pesar de que la Historia se utilice continuamente como dispensadora de esa legitimidad. La legitimidad no proviene sino del poder; pero no de cualquier poder, sino del poder de fijar arbitrariamente el presunto origen.
Tuve como una iluminación: quien descubre esto es como quien se hace con la palabra. Ser dueño del origen es tener la palabra. He ahí la estrecha relación entre ser «de palabra», ser el dueño de la palabra y tener el poder.
El corolario es inmediato. No hay origen indubitable de nada, siempre hay un antes, nadie puede legitimarse por el origen y nadie puede hacerse con la palabra para siempre.
Gracias a los dioses.