Encorvada, con su toca a la altura de su puntiaguda chepa y ambas a la altura de la hebilla de mi cinturón, me permito observarle cuando permanece sentada y la liturgia me obliga a levantarme.
Sus manos son como dos sarmientos idénticos entrelazados que solo dejan sobresalir las uñas de dos pulgares delgados como huesitos de pollo. Dos uñas maravillosamente cuidadas que se frotan entre ellas en un gesto de coquetería pecaminosa que un inquisidor con mi vista y mi intución nunca hubiera dejado pasar.
Se embellecían mutuamente durante el cántico del Santus y no dejaron de hacerlo durante la Consagración. Lo sé porque ella permanecía sentada por privilegio de la edad y yo, por mis pobres rodillas artríticas, me mantenía de pié detrás de ella.
Pero cuando llegó el Padrenuestro, maravillosa oración que nunca dejo de murmurar en su versión antigua, mi querida,diminuta monjita enana escondió pudorosamente sus dos pulgares en el regazo de sus manos atormentadas.
¿De quién sera hija esta monja vieja que ora sin pensar, que ya no se pertenece; pero que guarda para sí misma un secreto que la independiza y la individualiza?
Pobre hija disminuída de un «handsom devil» ( como el papá de joan Baez) que nunca supo del fervor amoroso que alguien bien cercano sintió por él.
Esa noche paseé mi vuelta casa con algo parecido a la ensimismada unción de quien ha visto un milagro.