Desde que, en la primavera del 2002, me empecé a encontrar mal, revuelto y desazonado, por razones que ahora no vienen al caso, decidí levantarme todos los días a las 6 de la mañana y escribir durante dos horas. Escribir nada menos que la gran novela de Bilbao como quien suspira por escribir la mítica gran novela americana.
Esta gran novela tendría tres volúmenes.
El primer volumen se llamaría El Dueño de los Timbales, se centraría hacia mitad de los añs 60, una época gris, y se localizaría sobre todo en el Casco Viejo.
El segundo volumen, Remolcadores de Altura, estaría localizada en la Margen Izquierda y tendría una tonalidad más bien roja correpondiente a mitad de los 70, época de transición y de reconversión.
El Síndrome del Capataz sería el tercer volumen de esta gran novela de Bilbao. De tono marrón, la margen derecha sería su escenario y acabaría hacia finales de los años 80.
Como es el caso de muchos de los autores noveles, mi gran proyecto, lleno de ambición literaria tendría un gran componente autobiográfico; pero es que yo soy un bilbaino de los de verdad, de los que solo se dieron cuenta en la transición de que el País Vasco no se encontraba entre el Serantes y el Pagasarri.
Pero todo esto no importa mucho porque las buenas intenciones se acabaron pronto y solo llegué a escribir unas sesenta páginas del primer volumen. Nadie las ha visto nunca, ni a nadie se las he leído. Lo que sigue es parte del primer párrafo y lo transcridbo hoy aquí para conjurar la inspiración y quizá conseguir volver a tomar el poyecto.
He aquí ese comienzo que ahora no me parece tan malo:
Pudimos quedarnos a dormir en la casa que mis padres habían habitado en el ensanche más reciente desde después de la guerra. Mi antigua habitación había sido conservada esperando mi regreso. Era una habitación amplia y la cama suficiente para para dos, mucho más amplia que el catre que habíamos compartido con placer durante el último año. Pero esta posibilidad nunca fue una opción a considerar desde el mismo momento que enfilamos la plaza después de un viaje complicado: tren hasta Ginebra, otro hasta la frontera y el viejo coche de su abuelo hasta el portal mismo de una casa sólida, vieja y callada como la misma Ciudad. No llovía, pero la humedad era tal que el destartalado salón donde su abuelo había puesto a punto los timbales durante años, y que parecía llorar su ausencia en un silencio espeso y en una mancha de sequedad en el centro lindante con una cama recién instalada, podría habernos parecido como el cuchitril con estufa y café caliente en el que se protegen y tiritan de miedo y frió dos naúfragos.
Quizá algún comentario me decida a seguir o a romper y quemar la preciosa agenda gris en que están escritas esas primeras páginas.