Soy el producto psíquico de dos bofetadas. Una que dí y otra que recibí.
A los 9 años, y habiendo sido dejado como responsable del orden de una clase mientras el curita cuidador se ausentaba momentáneamente, llevé mi celo hasta a tal punto que solté una bofetada a mi compañero Muñiz por haber hablado contra mis órdenes.
A los 13 años, y gracias a mis dotes de velocista, me permitía asiduamente reservar una portería de futbol mediante el procedimiento de tocar el larguero antes de que lo hiciera cualquier otro. Habiéndolo hecho como cualquier otro día fuí despojado de mi derecho de uso por Echart, un tipo grande bastante mayor que yo que acompañó su robo con una bofetada majestuosa.
La bofetada que propiné a Muñiz me llevó a odiarme a mí mismo o, mejor dicho, al nazi autoritario que hay en mí, y le busco incansablemente para pedirle perdón. La de Echart me genera el asqueroso rencor de la víctima y me lleva a no poder perdonar y a jurar venganza.
Me disgustan el autoritarismo y la crueldad, pero lo que odio de verdad como resultado de estas dos bofetadas es el poder del tipo que sea.
Sí, lo que odio es el poder. Y lo que echo en falta es un buen intercambio de golpes sin razón aparente como el que tuve el placer de compartir con Manolo Lezón allí por mis siete años. Dolían los golpes; pero por cada uno de ellos se ataba un nuevo nudo de amistad.