Harto ya de dejar pasar por delante de mí en la cola de la caja del super a un señor y a una señora más jóvenes que yo porque solo llevaban «una barrita de pan y dos cositas más» que, por cierto, pagaron con dificultades y premiosidad con tarjeta de crédito, me enfurecí ante un tercero que venía con las mismas intenciones e improvisé el siguiente discurso, dirigido a nadie en particular, pero irritado y realmente ruidoso: El espíritu navideño le exige a usted que no me pida que le deje colarse y a mí que, si me lo pide, se lo conceda. Yo he cumplido con mi parte; pero usted no. El público consumidor no aplaudió, pero mi amigo Marcelo, el aparcacoches rumano, sonreía plácidamente. Esa sonrisa me compensó del ridículo que acababa de hacer.