En mi juventud de recién casado recuerdo una experiencia inexplicable. Resulta que en nuestro pequeño grupo de amigos circulaba una mujer bellísimia deseada por todos. Yo, que era una excepción en este denso mundo del deso, no le encontraba el punto y no me parecía tan tan. Hasta que un día, después de una buena fumada, vi su perfil corporal, provocativamente tumbada en un sofá, reflejado en la pared como una sombre chinesca producida por una lamparita que protegía nustro trip del deslumbramiento. Y esa sombra me hizo sentir lo que la realidad en tres dimensiones y en colores me había dejado frío.
Viene esto a cuento porque en el estreno de El Diario de Ana Frank. Un canto a la vida, he llorado. Y nunca lo había hecho ni leyendo sobre el holocausto ni viendo películas sobre la crueldad del nazismo. Esto último me hizo pensar que el ejemplo de las sombras chinescas era sorprendente puesto que esas otras sombras chinescas que son los fotogramas tampoco removían mis sentimientos.
Me pregunto ¿hay algo que los remueve en la dirección del llanto, no en la de la ira o las ganas de matar? Pues resulta que sí lo hay y está donde no espeaba encontrarlo: en un musical.
El holocausto siempre ha sido para mí un problema intelectual y no he derramado una lágrima hasta el musical del Diario de Ana Frank ¿ Cómo es posible?
Creo que el secreto está en la magia de la performance en vivo y en el mimetismo que propicia. Lloro porque veo a los actores llorar de emoción en el alegato final. Dios salve a los cómicos que consiguen abrir la espita de mis lágrimas.