«Un alcohólico con dificultades de escritura». Así se define este poeta (como todos los irlandeses) y dramaturgo. Creí que yo era el único que le conocía; pero en mi última razzia de libros de la que ya dí cuenta, topé con una crónica suya sobre Nueva York con la que arramplé sin pensarlo dos veces.
Es de una vivacidad y fantasía que no se encuentra más que allí, en mi querida y admirada Eire. Mi amor por lo periférico, irreductible, proviene de ahí. Entre periféricos nos entendemos y nos queremos.
Eso es lo bueno de tener padres un poco ilustrados: los idiomas. Así que me encontré en Eire los veranos del 60 y del 61 sin otra cosa que hacer que aprender gaélico (además de inglés), enterarme del IRA, admirar las chicas con cuadras de caballos como Maura Muldoon, la primera chica a la que pedí para salir, saborear el calentorro sabor a cera de la Guinnes y admirar la diginidad de la borrachera de tío Arthur, hermano de Mrs. Mulligan que era quien me acogía en su casa de Glasnevin un barrio de clase media baja donde aprendía vivir solo y a imaginarme, apoyado en Joyce, un mundo distinto y heroico en donde se contaban en voz baja las andanzas del hijo mayor que había abandonado el hogar para unirse al ejército republicano.
Un chaval solitario, si puede, besa chicas y va al cine. No hice mucho de lo primero; pero algo aprendí de aquellas bellezas morenas de ojos verdes. Y en cuanto ir al cine era un placer que permitía, además de comer y beber dentro del cine, ver películas prohibidas y terminar de pie escuchando el himno nacional de un pueblo que había luchado y seguía luchando por su independencia.
Y un día, en el corto previo a una película de la que no me acuerdo, allí me encontré con un documental sobre Brendan Behan, un maravilloso borracho lleno de ingenio y de inteligencia que acallaba los comentarios de mis jóvenes amigos intelectuales (muy primitivos ellos) que decían que el genio de los irlandeses estaba en los angloirlandeses. Estos son geniales (pensemos en tío Oscar) pero igual lo son por su mitad irlandesa.
Y 48 años más tarde me encuentro al ya fallecido Brendan en una librería de Madrid. Abro el libro de crónicas de N.Y y lo primero que leo es: «una ciudad es un sitio donde la probabilidad de que te muerda una oveja salvaje es mínima»
Me basta con eso. Se me exalta el corazón y entiendo de donde viene en buena parte mi sentimental admiración por estos celtas que me ancha el pecho. Su bravura ha sido el antídoto frente a otros tipos de revolución menos románticas.