Como es bien sabido, los bilbainos no nos plegamos a la realidad. Creemos que el Athletic gana la liga todos los años y pensamos que Manhattan se parece al Ensanche, aunque la Gran Vía es mucho más ancha que la Quinta Avenida y su ritmo mucho más vivo.
Y no deja de faltarnos razón. Siempre hemos tenido nuestro Baudelaire, aunque fuera inédito, y contamos con gentes como Enrique Ojembarrena y Jon Juaristi. Ambos provenían de ambientes nacionalistas y ambos tenían bastante de niños prodigio. Lo puedo certificar en el caso de Enrique, quien ganó siendo jovencísimo el premio Café Gijón de novela corta, y lo deduzco de las memorias de Juaristi que acaban de aparecer con el título de Cambio de Destino .
Por lo que cuenta Juaristi, ambos se tuvieron que cruzar a menudo por las calles de Bilbao a pesar de la diferencia de edad, y posiblemente sus movimientos, junto con los míos y los de muchos otros que paseaban por nuestra Quinta Avenidad, iban a San Mamés o a los diversos cine-clubs del momento, componían una representación coral digna de un Altman.
Ellos sí que se conocieron personalmente a mediados de los ochenta en una tertulia de La Concordia, un bar incrustado en nuestro Wall Street y en donde años más tarde me solía reunir para celebrar la Navidad con la degustación de unas magníficas ostras. Para entonces Enrique ya se había convertido al Islam, con elque había entrado en contacto en los EE.UU ya desde los setenta, y supongo que Juaristi quizá había empezado ya el largo período de formación en el judaísmo al que ya se ha convertido finalmente.
Enrique fue uno de mis amigos más queridos pero a Juaristi solo me lo he cruzado un par de veces en mi vida. Uno vive en Sudáfrica y el otro en Madrid, ejerciendo real o metafóricamente de imam o de rabino respectivamente. Y yo, otro bilbaino que no se interesa mucho por cuestiones religiosas, y mucho menos por su difusión o profundización, se pregunta qué sentido tienen esas conversiones mientras ejerzo de blogger.
Enrique me lo contó un día. El era un hombre religioso, necesitaba que un Dios informara todos los aspectos de su vida y el catolicismo en el que había sido educado no le satifacía esta necesidad. De la conversión de Juaristi no sé nada aunque quizá hable de ella en el único capítulo de sus memorias que me he saltado.
Pero ambos están bajo el peso de un Libro sagrado del que sacan espiritualidad y seguramente normas de vida. Mientras yo agoto mi espiritualidad en el diván y sigo pautas de conducta que surgen a mi alrededor del encontronazo entre los paseantes de esa Gran Vía bilbaina que es el mundo.
Enrique mira hacia el cielo, Juaristi a la altura de sus ojos y yo miro al suelo para no tropezar o para evitar pisar a alguien caído.
Y, me pregunto para terminar, ¿qué tiene que ver todo esto con el triste nacionalismo de posguerra?