Bruno Latour se introdujo en un laboratorio y examinó de cerca cómo se hacen las cosas allí dentro. De allí salió un ensayo herético sobre sociología de la ciencia. Podría haber hablado sobre el olor de un laboratorio. Hubiera estado bien pienso ahora después de haber conocido a un perfumista como Darío Siderol al que me referí el otro día. Pero Latour no dijo nada al respecto ni nadie echó en falta que lo dijera.
Claro que el olfato es un sentido misterioso y profundo; pero tampoco el oído está mal como sentido memorable. Y, sin embargo entre los estudiosos de las prácticas científicas nadie ha escrito nada sobre el sonido de un laboratorio. Esto le contaba a Elena Escudero, un amiga querida que vive prácticamente en uno de esos sitios destripando ratitas y se reía de mí; pero a mí parece crucial descubrir el tipo de sonido que uno asocia a un decubrimiento científico.
Para empezar podría preguntarme si ese sonido podría ser musical. Cuando El Instituto I de Gecho cambió su nombre al de Julio Caro Baroja tuve oportunidad de sentarme frente a él en la cena-homenaje y le oí disertar sobre el poder de la música y sobre cómo somos impotentes a las pulsiones que destapa en nosotros.
Me pareció bonito eso que decía D. Julio y se me ocurre que igual la investigación científica es también como una pulsión irresistible desatada por el sonido del cubículo en el que se desarrolla un experimento. Posiblemente diversos laboratorios suenen de manera diferenciada de acuerdo con los instrumentos que los adornan.
Pues bien voy a argüir que este sonido que busco no tiene nada que ver con la perfección del Wiener Philarmoniker Orchestra, sino quizá con el ruido de la suaves olas del mar mezclado con sonidos de niños, o quizá con el desgarro de algunas voces humanas.
Parece ser que el concierto de este último primer día de enero en la Musikverein de Viena ha levantado pasiones en los melómanos. Menos Johan y más Josef y fidelidad a la partitura por parte de Zubin Metha parecen ser las claves del éxito; pero hagan lo que hagan los músicos, lo que la gente que asiste a ese concierto y quienes se levantan a escucharlo después de los excesos de Nochevieja, están ahí, creo, para sentir la pasión secreta del mimetismo maléfico de acompañar con palmas acompasadas la marcha Radetski, un ritmo que incita, diría don Julio, a la marcialidad de un pueblo en armas.
No podría creer que un ritmo así pueda estar por debajo de ningún descubrimiento científico. Es demasiado homogéneo y repetitivo, a nadie se le puede ocurrir nada independiente de lo que se le ocurre a cualquier otro.
En cambio cuando recuerdo un atardecer de verano en un buen día de una playa del cantábrico, con la brisa del terral agitándome la pelusilla de los brazos y un lejano sonido de olas calmadas mezclado con los grititos de los adolescentes rezagados, rememoro un estado de ánimo semi-inconsciente en el que se forjaron todos mis sueños. Así, pienso ahora, debe ser el sonido en el que surge el eureka.
O quizá la idea feliz, la visión profunda que en un instante todo lo ve, proviene de la deseperación desgarrada que suena como la Weinwright que homenajea a Lehonard Cohen en el primer corte de I am Your Mann. Cuando canta, con una voz reminiscente de la Piaf, que «paga su renta cada día en la torre del canto», uno piensa que esa renta diaria es el precio del invención.
No hay invención, descubrimiento o iluminación más que con la compañía del sufrimiento metabolizado y con la ensoñación que en algún instante aislado te dice, como una amante después del placer, que eso es tuyo, que se te debe. En particular no hay idea nueva asociada a una marcha militar que acompasa la actividad de todo el auditorio.
Sí hay sabiduría en las muchedumbres; pero solo cuando cada miembro que las forma es independiente. Lo demás hay solo comportamiento gregario del que no puede surgir algo interesante más que de muy tarde en tarde y por casualidad.